lunes, 5 de diciembre de 2016

En Sr. Prado


En el Sr. Pardo se adivinaba una nostalgia vitalicia que aderezaba con pequeños grumos de mostaza sonora. Su habitación, siempre en penumbra, le brindaba esa sensación dulce de cuando los ojos vislumbran las cosas y las recrean. Le gustaba bailar y escribir en las servilletas estribillos que murmuraba sin cesar. Tenia el cuello largo y los ojos rasgados. A mi me caía bien, lo veía llevar el ritmo con los pies y tamborileaba en la mesa sin parar con la mano izquierda y con la derecha tomaba a pequeños sorbos una copa de vino. Yo lo miraba largo tiempo, él se daba cuenta pero disimulaba acelerando el compás y moviendo la cabeza como afirmando que se había dado cuenta que yo siempre lo observaba. Un día, me acerqué y le invité una copa. Él se quedó mirando fijamente el anillo de barro que llevaba en el meñique, regalo de mi prima Ágeda. Un gran suspiro recibí como respuesta y una vidriosa pena se hundió en su pupila.